Hay un lugar en Baiona que me encanta. En realidad hay muchos. La mayoría están por la zona vieja y por una extraña razón la gente tiene siempre los vasos llenos.
Pero éste es de los que se disfruta de día. No se trata de la mejor playa del mundo, pues ésta está, como me encanta recordar siempre que tengo oportunidad, justo en frente, en las Islas Cíes.
Esta es una playa que hace años no lo era. Es una playa que surge de la voluntad del mar, tan cambiante. Donde antes sólo había rocas, miles de conchas fueron rompiendo contra ellas convirtiéndose poco a poco en arena. Y digo poco a poco, porque los pies aún sufren un leve pero punzante dolor en cada pisada cuando tratan de llegar a la orilla. Todavía puedes encontrar caracoles amarillos, o maruxiñas y no cuesta nada dar con amarracos para jugar al mus.
Años atrás, el acceso era por las rocas desde el paseo de tierra que da la vuelta al castillo, hoy recubierto con losetas de granito que suma comodidad a costa de una pizca de encanto. Pero ahora existen hasta tres formas diferentes de bajar a darte un baño bajo la atenta mirada de no 1, ni 2 sino hasta 3 vigilantes con bandera amarilla perpetua.
Todo esto son pequeños detalles modernos que no restan la capacidad de evasión que tiene Los Frailes. A Os Frades se va solo, con una novela y al rato estás rodeado por conocidos y desconocidos. Es tan pequeña que la separación entre toallas es inexistente. Pero da igual, porque los motivos para ir, son otros.
Anuncias que ha llegado el momento del baño y bajas esquivando niños, rocas, conchitas y consejos de "está buenísima" "pues para mí más fría que ayer" y llegas a la orilla. He aquí el gran dilema. Dónde está la orilla?
Si la lucha perpetua entre el mar y las rocas se salda con victoria de las últimas, puedes darte por perdido. Una manifestación de algas que parecen gritar por su derecho a reinar, miles de mejillones asustados por estar expuestos al sol, cangrejos correteando por las partes íntimas de las rocas, esas que casi siempre permanecen bajo el agua y muy poco espacio para hacer la denominada "bolsita de té" (entrar y salir del agua con el único propósito de refrescarse).
La diferencia entre la marea alta y baja es de que haya un baño maravilloso a que haya una bañera por turnos.
Cuando es el océano Atlántico el que bate contra las rocas y las ahoga, entonces eso es el paraíso. Te mojas hasta los tobillos en la orilla y en cada nuevo ataque, el agua arrastra las conchas de debajo de tus pies. Detrás dejas la muralla del castillo, el paseo y la población de la playa.
Los "fradenses" son una tribu inclasificable. Puedes encontrar a la pija capitalina con traje de baño entero, conversando con la abuela y la madre de "Rubén", que se ha hecho amigo de sus hijos, ambas en top less. Grupos de jóvenes, hombres por las rocas, discusiones acaloradas, cotilleos super secretos que ya no lo son...y luego la serie de personajes de siempre: "Pocahontas" y sus trenzas decoradas con lazos fosforescentes, las señoras que juegan al bingo y sus tradicionales "el 22, los dos patitos", "el 15, a nena bonita"...Los de Baiona y los de fuera, los que eran bebés y veo crecer y aquellos por los que, como Pocahontas, parece que no pasan los años...resumiendo, los enamorados de esta playa.
A la derecha veo las Cíes y desde arriba nos observan los señores del Parador, ellos en la piscina, parecen no querer juntarse con la plebe. A la izquierda, la Virgen de la Roca que todo lo divisa y si bajo la vista, mucho más lejos de lo que en realidad está, aparece la civilización.
Pero miro al frente. Al horizonte. Ahí donde se pone el Sol. Y entonces el tiempo parece detenerse. Y se baja el volumen de los gritos, las voces, las risas, los niños salpicando...y solo estás tú, que sin darte cuenta ya te has metido hasta la cintura y en cada nueva ola vas hundiéndote un poco más.
Las manos rompen algún alga despistada y la mirada se detiene en tus pies, a través de un agua cristalina, color turquesa, ves como juegan con la arena. El sol te pega en la cara y piensas que no piensas. O piensas en qué piensas, porque ni tú lo sabes. Hasta que de pronto una gélida sensación te sacude la espalda y es que por fin tu amiga Marta alcanzó su venganza después de ser tantas veces tú la que mojabas. Te metes rápido en el agua para poder devolvérselo pero ya es tarde. La conversación a remojo en un agua que ronda los 16º (y gracias), se prolonga como si del Caribe se tratase. Somos del Norte, así que con unas gafas que te presta un niño te zambulles e investigas qué acontece bajo el mar. Y ves mújeles y un banco de pececillos que se disuelve cuando te acercas y otros con una aleta tiburonesca que no sabes cómo se llaman pero a los que temes más que ellos a ti...y algas y un mundo al que no perteneces, así que te vas.
Y mientras regresas a la toalla vuelves a echar un vistazo a esta playa. Con los corros de tertulia en la orilla, con la gente leyendo o escuchando música, con el sol tras de ti, con alguna advertencia de "te veo esta noche" o un "hay empanada en casa de la abuela" pero sobre todo con el mar. Con las olas batiendo contra las rocas. Ese ruido me transporta. Y es que Los Frailes no es una playa cualquiera. Es un micromundo que se desarrolla en un microespacio y fuera del cual todo cambia. Es un ser, un estar. Estar bien.