Vigo es mi ciudad y siempre lo será. Aunque la vida me lleve por otros derroteros, volveré y me sentiré como en casa. Porque Vigo ES mi casa.
Cuando te vas, la ciudad se ve distinta. Se siente lejana y surge eso que ya describió en su día Rosalía de Castro. Un sentimiento de morriña que te atrapa (y que no se empeñen en traducirlo. Morriña es morriña)
El vigués es el único ser al que se le permite echar pestes de su ciudad. O al menos así era hasta que empezó a ser bonita (bendito granito). No te consentimos que digas nada malo de ella. Somos capital de nada. La ciudad más grande de nuestra categoría. Los primeros en la lista de los sin título. Así somos. Ahí estamos.
Recuerdo cuando en el Colegio Mayor me insistían en que pasaba más tiempo en Madrid...y era cierto, pero yo me resistía a pensar que la capital era mi nueva casa. Llevo sin vivir en Vigo (al margen de las vacaciones) muchos años, pero da igual. Vigo siempre será ese lugar en el que me siento bien. En el que me siento segura. En el que me siento en casa.
Y es que Vigo, o el viguismo, se lleva muy dentro. Es algo que he podido constatar con muchos vigueses en el exilio. Somos gallegos, españoles...pero por encima de todo somos de esta ciudad donde el mar sí se puede concebir pero tendrás que saltar unos cuantos astilleros para ello, donde la noche es canalla y salir a tomar algo un deporte. Donde somos tan chulos que plantamos un olivo y se convierte en el símbolo de la ciudad. Donde echamos a los franceses en esa Reconquista de la que cada año había que hacer una redacción para el colegio en la que no podía faltar el nombre de "Cachamuiñas" y que ahora se ha convertido en una excusa más para salir a la calle a celebrar. Porque es lo que nos gusta. Salir. A la calle.
Las rúas por las que pasan mi vida y mis recuerdos puede que no lleguen a 20. Yo soy de la zona de abajo y si hago un repaso me recuerdo escalando (y sí, digo bien, escalando) Manuel Núñez, yendo a los Multicines Centro o perdida por las callejuelas de Vinos. Haciendo botellón en el Nadador, mirando al mar desde Colón, descifrando el Sireno tan controvertido, la esquina de los cuatro bancos (que vaya edificios tenemos por aquí). Que quieres verde? pues nos vamos a Castrelos en donde tanto jugué con mis primos y al que tantas veces volví cambiando el balón por una litrona y el campo de fútbol por el escenario. La calle del Príncipe donde se juntan madres con niños uniformados, malotes, pijos, abuelos sin prisa y otros a los que les falta el tiempo. Mi centro. Las compras. Encontrarse. Y saludar. Sobre todo eso. Seguimos subiendo por Urzáiz y llegamos a la Gran vía, que junto con la madrileña me indujo a pensar que todas las Grandes Vías de todas las ciudades de España eran en cuesta. En ella encontramos El Corte Inglés. Si una amiga me pedía que la acompañase, suponía ir hasta el límite de la ciudad caminada. Mi límite. Vamos, pereza infinita. Después podía haber un barranco que yo no me enteraría.
Esto cambia con la llegada de Jacinta (mi vespa roja de pizzero) Con ella descubro el Vigo que está más allá de Bouzas...siguiendo las señales de "praias" con el sol y unas cañas en la Vela esperándome. Si Vigo es particular (como el patio de mi casa en el que jugábamos a la pita siendo "casa" las baldosas de distinto color) los alrededores son un espectáculo.
Algo muy de Vigo, a parte de Citröen (por ahora) y la zona Franca, es el Celta. Ya tuve ocasión de decicarle una entrada a este club que tanto me dio el año pasado en la Copa del Rey y que me sigue dando alegrías y tristezas, sufrimiento y sentimiento de equipo pequeño. Que lucha, al que le cuesta y en el que las victorias saben a sudor y lágrimas. Me acuerdo de aquel Eurocelta del que se dijo allá por un mes de febrero de hace diez años que era el mejor club del mundo. Y no era para menos. Me acuerdo de Balaídos con pipas, camisetas, cuernos de vikingos y un color, el celeste.
La vista desde el puente de Rande es inexplicable. Emulando a Espronceda (que me perdone) diré que Vigo a un lado, al otro Cangas y allá a lo lejos, las Cíes. Las bateas de mejillones que casi parecen estar decorando esas aguas donde unos galeones se hundieron hace muchos años a manos del pirata Drake y que una calle en Londres todavía rememora. (Si pasas por allí y ves a alguien haciéndose una foto en el cartel, ya sabes de dónde es)
Vigo es muchas cosas. Mucho más de lo que he escrito. Se podrían dedicar mil palabras a cada uno de sus rincones. Porque es una ciudad que se vive en la calle.
Pero Vigo no hay uno sino muchos. Hay un Vigo por cada habitante. Uno por cada turista que llega en transatlántico, uno por cada estudiante que regresa y cada trabajador que se va a dormir lejos del centro. Por cada noche de fiesta, por cada padre desvelado. Hay un Vigo por cada caña con vistas al mar. Por cada día lluvioso, por cada baño, por cada playa, por cada espera en la parada del Vitrasa, por cada empanadilla del Carballo, por cada regateo en el mercado da Pedra. Hay un Vigo por cada adolescente que crece en sus calles. Un Vigo por cada antro, un Vigo por cada vez que alguien dice ser de esta ciudad y la defiende con orgullo cuando está lejos. Uno por cada vez que despotricamos de las obras.
Es Vigo. Cabes tú. Cabemos todos. Y quien la visita, lo sabe. Porque de Vigo se es...pero de Vigo te haces. Porque es imposible no ser fan de esta ciudad. Industrial, fea, granuja, celtista, juerguista, bonita, grande, ruidosa, dinámica, pequeña, donde no sales a pasear sino que te vas "a la calle". Donde se sale siempre...pero no se entra.
En poco tiempo volvemos a encontrarnos. Pero esto no es nuevo. Porque a Vigo siempre se vuelve.
Y es que como ya dijeron los Siniestro Total versionando un gran tema haciéndolo muy nuestro, "Miña Terra galega, donde el cielo es siempre gris...es duro estar lejos de ti"
Vigo es muchas cosas. Vigo es muchas casas. Entre ellas, la mía.
Porque si me preguntan de dónde soy, yo siempre respondo que soy de Vigo.